jueves, 20 de diciembre de 2007

Gentleman

Aún siguió bebiendo cuando el desconocido con el que había trabajado se marchó. No tenía prisa, nadie le esperaba esa noche (ni ninguna otra). Pidió otra jarra de vino, mientras se abría la puerta de la taberna y entraba una figura envuelta en una capa, que no ocultaba un cuerpo femenino. Era raro ver a una mujer sola, en un lugar como aquel; salvo que fuese una doncella con recado de llevar vino a algún amo borrachín. Era bonita: joven, piel morena, cabello negro y los ojos más oscuros y penetrantes que él había visto en su vida. Pidió vino y, para sorpresa de cuantos la miraban (tabernero incluído) fue a sentarse a una mesa apartada (pero cercana a la del espadachín) y comenzó a beber. En ese momento, un hombre (un borracho que llevaba toda la noche voceando) se levantó, se acercó a la mujer y le dijo una grosería. La mujer ni lo miró, mientras los amigos de aquel tipejo (tan borrachos como él) reían con fuerza. Lo siguiente que pasó, fue tan rápido, que pocos se dieron perfecta cuenta de todo: el hombre quiso agarrar a la muchacha, pero ella se apartó y le dió una torta que resonó por todo el local. Semejante bofetón pareció despertar al borracho de su estado de embriaguez y, rápidamente, le dió un puñetazo a la chica, tirándola al suelo. No contento con ello, el hombre sacó un cuchillo y se abalanzó contra la joven, con intención de rajarla, degollarla o lo que fuera que se le pasara por la cabeza. No llegó a tanto, pues el espadachín, que había seguido toda la escena, se había interpuesto entre el borracho y la chica ensartando al agresor con su espada.

Todo el mundo se había quedado pasmado ante la escena. Pero, en cuanto se recobraron de la impresión, los amigos del muerto (tres tipos con mala pinta) se levantaron, espadas en mano y acometieron contra el buen samaritano, que ya había sacado su daga y se defendía con gran destreza.

Los tres hombres atacaban sin orden ni concierto, tal era su estado etílico, asi que el espadachín optó por no andarse con florituras y, amagando por un lado, le clavó a uno la espada en el pecho y a otro la daga en la garganta. El tercero se quedó petrificado, instante que aprovechó para plantarse delante de el de un salto y degollarlo.

El silencio reinaba en la taberna. Los que aún quedaban allí miraban para otro lado mientras el espadachín ayudaba a la muchacha a levantarse, dejaba unas monedas encima de la mesa y salían fuera. Nadie conocía a los que allí habían peleado, ni a la agredida y se miraban avergonzados, tal vez, por no haber tenido el valor de aquel hombre, de defender a una dama en apuros. De tener la ocasión, puede que la única en su vida, de comportarse como caballeros.




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